Me gustaría decir que soy una persona profunda y espiritual. Qué aprendo de las lecciones de la vida fácilmente, que tengo todo ordenado, que le doy lugar tanto a mis emociones como a la lógica detrás de ellas. Que se me hacen fáciles las despedidas y confiar en Dios cuando las cosas no se dan. Que nunca pierdo la fe. Que sano rápido cuando me rompen el corazón porque el amor que tengo por mí misma es más grande que el que tengo por los demás. A veces me gustaría mentir y decir que llegar hasta aquí se me ha hecho fácil.
Pero no.
Llegar hasta aquí me ha costado muchas peleas emocionales, muchas subidas y bajadas, muchos laberintos. Muchas noches sin dormir, conversaciones con Dios, páginas y páginas escritas en mis libretas.
Me ha costado entender ciertas cosas de la vida que, en teoría, son esas lecciones básicas de las que todo el mundo siempre habla, las que leemos en libros y escuchamos de nuestros amigos, pero que en la práctica son increíblemente complicadas.
Entender, por ejemplo, que lo normal para mí no es lo normal para otros, y que hay que respetar cada punto de vista ajeno con la misma amabilidad con la que nos permitimos construir —y reconstruir— los nuestros.
Me ha costado mucho pulir mi definición de amor propio. Yo también he dado una mano y no me la han devuelto, pero por eso no hay que pagar con la misma moneda, ni dejar que el corazón se llene de rencor. Cada uno da lo que es y lo que tiene para dar. Y si lo valoran, bien. Y si no, lo valoro yo. Que no estoy hecha para todos, y que hay personas que no podrán verme, por mas que intente que lo hagan. Pero hay otras que me verán, sin que se los pida. Y que así también pasa con el otro. Que a veces somos la piedra, y otras la ventana rota.
Me ha llevado mucho tiempo no permitir que el fracaso o la comparación afecten mi autoestima. Y cuando llega el éxito, que la validación no se me suba al ego, porque eso también deforma.
Me ha costado comprender que hay algunos huesos rotos que no sanaron, ciertas preguntas que nunca encontraran su respuesta, y lo larga que muchas veces se hace una palabra tan corta como un “adiós”.
Me ha costado aprender a perder, sobre todo cuando creía que ya lo tenía ganado.
Se me ha hecho difícil no sostener con tanta fuerza lo que no quiero perder, y que muchas veces ha sido la fuerza con las que mis manos se han aferrado tanto a algo, lo que ha hecho que se me vaya de las manos.
Y que a veces por intentar no perder, termino perdiéndome a mí. Y aunque eso suene como algo malo, la persona en la que me convierto al reencontrarme siempre vale la pena.
Nada de mi vida que verdaderamente amé se ha ido sin que antes yo le pidiera que se quede. Y que todo lo que ha pasado por mi vida, se ha llevado lo mejor de mí. - o lo mejor que he podido ser con lo que sabia en ese momento -
Me ha costado ver belleza, y no solo incomodidad, en los cambios. Que a veces es difícil confiar cuando te dicen “todo pasa por algo”, pero que también hay magia en lo que aún no ves, pero sabes que pronto cobrará sentido. Que la fe es lo unico que nunca hay que perder.
Se me ha hecho incluso más difícil encontrar el lugar a donde se va el amor cuando acaba. ¿A dónde va? ¿Vive por siempre o tiene fecha de caducidad? Las promesas rotas me han dolido mucho, pero me han enseñado la belleza en lo efímero, en la pasión del momento, y en lo maravilloso que es sentirte vivo, aunque solo dure una noche, un beso, o una canción.
Y que por más que quiera que algo dure para siempre, lo único que sí durará será el recuerdo de lo que viví, de lo que amé, y si tuve suerte, de lo que me amó de vuelta. Y eso si que me pertenece.
Me ha costado definirme en las despedidas; asumir el adiós como parte de un proceso, soplar y pedir un deseo para que “ojalá vuelva”, sabiendo que no lo hará nunca. Y la ambivalencia de la otra parte de mi que sabe que en la vuelta de la esquina probablemente me espera algo mejor.
Me ha costado seguir adelante cuando mis pies no se quieren mover, mi corazón está hecho pedazos y la fe esta ausente. No conozco nada más difícil que eso.
Pero tampoco nada más transformador y necesario que todo lo que uno aprende después de un adiós, de una crisis, de una puerta cerrada o de algún hueco oscuro.
Me ha costado, pero he llegado.
Y probablemente en esto pase toda la vida: cuestionando, aprendiendo, transformándome y perdiendome para volver a encontrarme.
Creo que es un sentimiento que nos sucede a muchas personas y posiblemente toda la vida nos llevará entenderlo y convivir con esas pérdidas y encuentros con una misma. Creo que lo has descrito a la perfección.
Hay, creo, al menos para mí y quizá algunas personas como Joan Baez, que extienden o extendemos el amor por algo o alguien, en potencia al mundo entero. No se necesita algo o alguien específico para sentir ese amor, llegado a ese punto: sólo recuerdos desvinculados del recuerdo de la emoción. Ni siquiera se necesita el amor por uno mismo. Tu post y uno de Blanca Quiñònez me han motivado a escribir de eso, para una audiencia, potencialmente más grande. Espero hacerlo, gracias a ambas, al menos.